quinta-feira, 6 de setembro de 2007

A Mesa do Pão nos sustenta.


DOMINGO 23 del Tiempo Ordinario - Ciclo "C"

Dios es exigente.
De allí que si queremos seguir a Dios debemos estar dispuestos a darlo todo por El y a preferirlo a El primero que a todo y primero que a todos. Así de claro. Bien lo atestigua la Sagrada Escritura.
“Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14, 25-33).
No podemos creer que estamos siguiendo a Cristo si preferimos otras cosas o personas más que a El. Y esto significa ponerlo a El por encima de cualquier otro afecto, por más genuino que sea, por más natural que sea. Así sea el de los padres, el de los hijos o el del cónyuge. No se trata de no amar a los nuestros, sino de saber que primero viene El y después todo lo demás, inclusive uno mismo. Bien lo sabe el Señor y bien lo sabemos nosotros -si nos revisamos bien- que el más consentido de todos nuestros amores es uno mismo.
Esta exigencia significa posponer todo, pues Dios va primero. Y en comparación de Dios, “todo” es “nada”. El “todo” también incluye todos los bienes. Y los “bienes” no son sólo los materiales: son todos. La inteligencia y el entendimiento (modos de pensar y de razonar); la voluntad (deseos, planes, proyectos, etc.) Inclusive la libertad que El mismo nos dio, si no la usamos para poner a Dios en primer lugar, no la estamos usando bien.
Toda esta exigencia requiere un primer “sí” definitivo a Dios: rendirnos ante El, darle un “cheque en blanco”. Y ese “sí” inicial tiene que irse repitiendo a lo largo de nuestra vida. Como el “sí” de María en la Anunciación, el cual repitió a lo largo de su vida, hasta en la Cruz.
Es lo que llamamos tener perseverancia. Y Dios nos hace saber que el camino no es fácil. El no nos engaña. No nos promete la felicidad perfecta en esta vida. No nos dice que será un camino de pétalos de rosas. Por el contrario nos advierte que será un camino de cruz: “Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo”.
De allí las fluctuaciones que podrían llevarnos a la inconstancia: que lo que antes nos entusiasmaba, luego nos resulte indiferente, fastidioso y hasta insoportable.
Por eso nos advierte de antemano, para que al dar el primer “sí”, sepamos que no podemos estar volteando para atrás: “Todo el que pone la mano en el arado y mira para atrás, no sirve para el Reino de Dios” (Lc. 9, 62).
Y nos pide que calculemos bien, pues no quiere que nos entusiasmemos en un momento inicial y luego queramos volver a una vida aparentemente más fácil -según la medida del mundo, que -por cierto- no es la medida de Dios.
Para demostrar esto nos ha puesto el ejemplo de un constructor que comienza una torre sin calcular su costo y ve que no puede terminarla. Y advierte el Señor que si cava los cimientos y luego no puede acabarla, todos se burlarán de ese constructor que no tiene constancia.
Nos habla también de un rey que va a combatir a otro y al no haber calculado bien el número de soldados con que cuenta, tiene que rendirse antes de haber siquiera comenzado el combate.
De allí que la virtud de la perseverancia sea tan necesaria en la vida espiritual, porque habrán obstáculos, vendrán dificultades, surgirán persecuciones, y ninguno de esos inconvenientes pueden ser excusa para no continuar, ya que no se puede interrumpir el camino hacia Dios por las molestias que puedan presentarse.
Las gracias (las ayudas gratuitas de Dios) siempre estarán para que perseveremos hasta el final. “No les han tocado pruebas superiores a las fuerzas humanas. Dios no les puede fallar y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas. El les dará, al mismo tiempo que la tentación, los medios para resistir” (1 Cor. 10, 13).
El Espíritu Santo nos infunde la virtud de la constancia y de la perseverancia, para mantener nuestro “sí” inicial. Las pruebas y las tentaciones no van a faltar, pero sirven justamente para crecer en santidad, utilizando las gracias que tenemos para ejercitarnos en esas virtudes. De allí que San Pablo nos entusiasme con esta afirmación: “Nos sentimos seguros hasta en las pruebas, sabiendo que de la prueba resulta la paciencia, de la paciencia el mérito, y el mérito es motivo de esperanza” (Rom. 5, 3-4).
De eso se trata. De crecer en constancia, perseverancia, paciencia y esperanza. Esperanza de alcanzar la gloria, de llegar a la meta, levantándonos nuevamente si es que llegamos a desfallecer. Se trata de ser perseverantes hasta el final, no importa las circunstancias por las que tengamos que pasar. Es lo que se denomina “perseverancia final”, que nos lleva a mantenernos firmes hasta el momento de nuestra muerte, que es nuestro paso a la Vida Eterna.
Pero para llegar al final, al Cielo, Dios nos dice cuál es el cálculo que tenemos que hacer: saber que tenemos que renunciar a todo.
Esa es su exigencia cuando nos dice al concluir el Evangelio de hoy: “Cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”. Dios es exigente: El, que es “Todo”, quiere “todo”. Y lo quiere, porque sabe que eso que consideramos nosotros nuestro “todo” realmente no es “nada”.
Entre los bienes que debemos renunciar están también los bienes materiales. Pero esa “renuncia” es más bien de desapego, de no tener esos bienes como ídolos que sustituyan a Dios. O, en el espíritu del Evangelio de hoy, de no tenerlos colocados por encima de Dios.
Aunque hay vocaciones especiales, como los Sacerdotes, Religiosos y Religiosas, cuyos votos requieren que no tengan bienes materiales propios y que su vida sea un ejemplo de austeridad y pobreza, no significa esa renuncia que nadie pueda tener bienes materiales propios. La renuncia que nos pide el Señor a todos consiste en que coloquemos esos bienes materiales en su sitio: no pueden ser sustitutos de Dios, ni tampoco pueden estar colocados por encima de Dios.
La Primera Lectura (Sb. 9, 13-19) nos ayuda a tener esta actitud de desprendimiento de los bienes materiales, de los seres queridos y de nosotros mismos, pues nos ubica a los seres humanos en nuestra realidad, en nuestro valor si nos comparamos con la grandeza de Dios y su poder: “¿Quién es el hombre que puede conocer los designios de Dios? ¿Quién es el que puede saber lo que Dios tiene dispuesto?”
Se nos recuerda que somos hechos de barro y que ese barro “entorpece nuestro entendimiento”. De allí que sólo podamos conocer los designios de Dios, si al darnos su Sabiduría, recibimos su Santo Espíritu de lo alto, para iluminar nuestro torpe entendimiento humano.
Sólo con esa Sabiduría podremos llegar a la salvación eterna. Y esa Sabiduría nos hace entender que Dios es primero que todo y que todos. Es la manera de llegar a la meta y de tener esa perseverancia final.
El Salmo 89 también canta las grandezas del Señor y nos ayuda a calcular el valor de nuestra vida en la tierra: “Tú haces volver al polvo a los hombres ... Mil años son para ti como un día que ya pasó, como una breve noche ... Nuestra vida es como un sueño, semejante a la hierba que florece en la mañana y por la tarde se marchita”.
El Salmo nos lleva, entonces, a pedir esa Sabiduría, al darnos cuenta lo poco que es esta vida y lo poco que somos nosotros, así como lo mucho que es Dios: “Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos ... Que tus hijos puedan mirar tus obras y tu gloria”. Amén.
La Segunda Lectura (Flm. 1, 9-10; 12-17) completa una historia interesante, en la que vemos cómo, al comienzo de la Iglesia, la fe y la vida en Cristo iba haciendo que los esclavos fueran dejando de ser “objetos” o personas inferiores. Sucedía, entonces, que muchos cristianos iban concediendo libertad a sus esclavos.
La historia de Onésimo, nombre frecuente entre los esclavos, pues significa “útil”, es que éste se escapa de casa de su amo, Filemón de Colosas, y llega a Roma. Allí encuentra a Pablo, al que había conocido casa de Filemón. Pablo está preso, pero con libertad condicionada, por lo que podía salir acompañado por un guardia. Onésimo se convierte y es bautizado. Pablo lo hace regresar donde su patrón con esta carta. San Pablo nos hace ver que tal era la libertad interior que daba la vida en Cristo, que ya no era de tanta trascendencia ser esclavo o libre (cf. 1 Cor. 7, 17-24).

23° Domingo do tempo comum

Investir no Reino de Deus

No mundo de hoje, as pessoas se preocupam muito com o futuro de suas vidas. Há planos de saúde, seguros de vida e investimentos financeiros. Pode-se investir em imóveis, bolsas de valores, fundos de renda fixa, cadernetas de poupança e até em ouro. Sim, existe investimento em ouro. Tudo para formar um bom patrimônio e ter uma vida tranqüila e segura. Mas será que isso é suficiente para se ter uma vida feliz?
Jesus propõe outro tipo de investimento. Não tem promessas de lucro fácil nem garantias de futuro tranqüilo. Ao contrário, sua proposta tem exigências rígidas e conseqüências pesadas. Ele afirma, no final do Evangelho de hoje: “Qualquer de vós, que não renunciar a tudo o que possui, não pode ser meu discípulo”.
Em qual projeto vale a pena investir? Que patrimônio você quer formar para o seu futuro? Quais as prioridades para sua vida?
A proposta de Jesus exige bem mais do que aplicações financeiras. Vai muito além de um plano de saúde. Supera de longe um seguro de vida. Trata-se de um investimento total, da pessoa inteira, num projeto diferente, que ele chama de Reino de Deus. Para entrar nessa proposta, é preciso seguir os seus passos, isto é, ser discípulo dele.
Jesus aponta os riscos e benefícios, ou seja, explica as condições desse seguimento. Começa com uma frase chocante: “Odiar” a própria família. Apesar de violenta, a tradução do verbo é esta mesmo. Trata-se de uma maneira exagerada da língua aramaica, que Jesus falava, como das demais línguas semíticas, para dizer “não preferir”. Jesus quer deixar claro que a sua proposta é a mais valiosa que existe, tão importante, que vale mais do que os próprios entes queridos, pai e mãe, mulher, filhos, irmãs, irmãos e mais, vale mais até que a própria vida. E para não deixar dúvidas, arremata: “Quem não carrega sua cruz e não vem após mim, não pode ser meu discípulo”. Proposta dura demais? Você está convocado a experimentá-la. É possível ir até o fim? Multidões antes de você já conseguiram. E tem seguranças e vantagens? Garante um tesouro diferente, a vida plena e verdadeira.
Como se trata de um investimento total, da própria vida, Jesus propõe planejar bem, para não desistir pelo caminho. Ilustra seu ensinamento com duas parábolas, a do construtor da torre e a do rei guerreiro. Antes de começar a construção, o proprietário calcula tudo, para não deixar a obra pela metade. Igualmente o rei, ao partir para a guerra, compara o número de seus soldados com os do adversário, para não sair derrotado. Assim o discípulo de Jesus, não pode parecer um construtor falido nem um rei derrotado. Seria a situação de quem começou a seguir Jesus, mas desistiu pelo caminho. Ora, o projeto de Deus não pode ficar pela metade.
Esse projeto parece loucura? Mas é pura sabedoria! Claro, trata-se da verdadeira sabedoria, aquela que permite estabelecer prioridades e escolher a melhor forma de viver. Para viver de acordo com a proposta de Jesus, por sinal, é preciso muita sabedoria e discernimento, um dom concedido pelo próprio Deus.
Assim pergunta a Deus o sábio na primeira leitura: “Quem conhecerá tua vontade, se não lhe deste Sabedoria e não enviaste do alto teu espírito santo?”. A sabedoria do espírito santo de Deus é que ajuda o ser humano a escolher o melhor caminho para sua vida. De fato, quantas escolhas erradas fazemos em nossa vida, pois somos falíveis! O sábio reconhece isso. Põe na boca do rei Salomão as palavras de sabedoria da primeira leitura de hoje. O texto conclui a longa oração de Salomão para pedir a sabedoria. Salomão foi elogiado porque não pediu vida longa, nem riqueza, nem vitória sobre os inimigos. Pediu sabedoria. E por isso mesmo recebeu tudo.
A escolha de vida que a pessoa faz tem conseqüências na sociedade em que ela vive. A segunda leitura ilustra bem essa verdade. Paulo estava na prisão, por causa de sua opção pelo Evangelho de Jesus Cristo. O escravo Onésimo foge do seu patrão e vai encontrar Paulo. O apóstolo batiza Onésimo, que se torna assim seu filho espiritual. Mas em coerência com sua escolha de vida, Paulo remete Onésimo de volta com um bilhete ao seu antigo patrão Filêmon. Não usa autoridade nem linguagem impositiva, mas, com motivação no próprio batismo cristão, procura persuadir Filêmon a receber Onésimo noutra condição social, “não mais como escravo, mas bem melhor do que como escravo, como irmão amado”. Como poderia alguém manter um irmão escravo? Paulo, com isso, lança um desafio para os nossos dias, criar novos laços de família e novas relações sociais. Qualquer forma de escravidão e dominação tem de ser superada. Tudo isso é conseqüência de um investimento maior, não em aplicações financeiras, mas no próprio reino de Deus.