sexta-feira, 29 de maio de 2009

O ANO SACERDOTAL

Caros Sacerdotes,

O Ano Sacerdotal, anunciado por nosso amado Papa Bento XVI, para celebrar o 150º aniversário da morte de S. João Maria Vianney, o Santo Cura D’Ars, está às portas. O Santo Padre o abrirá a 19 de junho p.f., festa do Sagrado Coração de Jesus e Dia Mundial de oração pela santificação dos sacerdotes. O anúncio deste ano especial teve uma repercussão mundial positiva, especialmente entre os próprios sacerdotes. Todos queremos empenhar-nos com determinação, profundidade e fervor, a fim de que seja um ano amplamente celebrado em todo o mundo, nas dioceses, nas paróquias, em cada comunidade local, com envolvimento caloroso do nosso povo católico, que sem dúvida ama seus padres e os quer ver felizes, santos e alegres no trabalho apostólico quotidiano.

Deverá ser um ano positivo e propositivo, em que a Igreja quer dizer antes de tudo aos sacerdotes, mas também a todos os cristãos, à sociedade mundial, através dos meios de comunicação global, que ela se orgulha de seus sacerdotes, os ama, os venera, os admira e reconhece com gratidão seu trabalho pastoral e seu testemunho de vida. Realmente, os sacerdotes são importantes não só pelo que fazem, mas também pelo que são. Ao mesmo tempo, é verdade que alguns deles apareceram envolvidos em problemas graves e situações delituosas. Obviamente, é preciso continuar a investigá-los, julgá-los devidamente e puni-los. Estes casos, contudo, dizem respeito somente a uma porcentagem muito pequena do clero. Na sua imensa maioria, os sacerdotes são pessoas muito dignas, dedicadas ao ministério, homens de oração e de caridade pastoral, que investem toda sua vida na realização de sua vocação e missão, muitas vezes com grandes sacrifícios pessoais, mas sempre com amor autêntico a Jesus Cristo, à Igreja e ao povo, solidários com os pobres e os sofridos. Por isso, a Igreja está orgulhosa de seus sacerdotes em todo o mundo.

Este ano seja também ocasião para um período de intenso aprofundamento da identidade sacerdotal, da teologia do sacerdócio católico e do sentido extraordinário da vocação e da missão dos sacerdotes na Igreja e na sociedade. Isso exigirá congressos de estudo, jornadas de reflexão, exercícios espirituais específicos, conferências e semanas teológicas em nossa faculdades eclesiásticas, pesquisas científicas e respectivas publicações.

O Santo Padre, em seu discurso de anúncio, durante a Assembléia Plenária da Congregação para o Clero, a 16 de março p.p., disse que com este ano especial pretende-se “favorecer esta tensão dos sacerdotes para a perfeição espiritual da qual sobretudo depende a eficácia do seu ministério”. Por esta razão, deve ser, de modo muito especial, um ano de oração dos sacerdotes, com eles e por eles, um ano de renovação da espiritualidade do presbitério e de cada presbítero. A adoração eucarística pela santificação dos sacerdotes e a maternidade espiritual de monjas, de religiosas consagradas e de leigas referente a sacerdotes , como já proposto, tempos atrás, pela Congregação para o Clero, poderiam ser desenvolvidas com frutos reais de santificação.

Seja um ano em que se examinem de novo as condições concretas e a sustentação material em que vivem nossos sacerdotes, às vezes submetidos a situações de dura pobreza.

Seja, ao mesmo tempo, um ano de celebrações religiosas e públicas, que levem o povo, as comunidades católicas locais, a rezar, a meditar, a festejar e a prestar uma justa homenagem a seus sacerdotes. A festa na comunidade eclesial constitui uma expressão muito cordial, que exprime e nutre a alegria cristã, uma alegria que brota da certeza de que Deus nos ama e festeja conosco. Será uma oportunidade para desenvolver a comunhão e a amizade dos sacerdotes com a comunidade que lhes foi confiada.

Muitos outros aspectos e iniciativas poderiam ser nomeados para enriquecer o Ano Sacerdotal. Aqui deverá entrar a justa creatividade das Igrejas locais. Por esta razão, convem que cada Conferência Episcopal, cada diocese, cada paróquia e comunidade local estabeleçam, quanto antes, um verdadeiro e próprio programa para este ano especial. Obviamente, será muito importante começar o ano com um evento significativo. No próprio dia da abertura do Ano Sacerdotal em Roma com o Santo Padre, 19 de junho, as Igrejas locais são convidadas a participar, de algum modo, quiçá com um ato litúrgico específico e festivo. Os que puderem vir a Roma para a abertura, venham para manifestar assim a própria participação nesta feliz iniciativa do Papa. Deus, sem dúvida, abençoará este empenho com grande amor. E a Santíssima Virgem Maria, Rainha do Clero, intercederá por todos vós, caros sacerdotes!

Cardeal Dom Cláudio Hummes
Arcebispo Emérito de São Paulo
Prefeito da Congregação para o Clero

DOMINGO DE PENTECOSTES

El nombre “Pentecostés” indica los cincuenta días que separan la Venida del Espíritu Santo de la Resurrección del Señor. En esta fiesta celebramos la venida del Espíritu Santo a los Apóstoles.
Pentecostés marca el comienzo de la actividad apostólica en la Iglesia, porque fue justamente al recibir al Espíritu Santo que los Apóstoles comenzaron a cumplir el mandato de Jesús antes de su Ascensión al Cielo: predicar su mensaje de salvación a todos (cfr. Mt. 28, 19-20).
Algo parecido a ese mandato leemos en el Evangelio de hoy, el cual nos narra una de las apariciones de Jesús resucitado a los Apóstoles (Jn. 20, 19-23): “‘Como el Padre me ha enviado, así también los envío Yo’. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo’”.
Pero ... pensemos ... ¿Quién es el Espíritu Santo? El Espíritu Santo es nada menos que el Espíritu de Dios; es decir, el Espíritu de Jesús y el Espíritu del Padre. El es la presencia de Dios en medio de nosotros los hombres. El Espíritu Santo es el cumplimiento de esta promesa de Jesús: “Mirad que estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20).
Se ha comparado el Espíritu Santo con la brisa y con el fuego. Porque, en efecto, El es como una suave brisa que, como nos dice el Señor “sopla donde quiere” (Jn. 3, 8). Ahora bien, si el Espíritu Santo es la brisa, nosotros debemos ser como las velas de una barca, siempre en posición de ser movidos por esa brisa; es decir, debemos ser perceptivos a las inspiraciones del Espíritu Santo y dóciles a éstas, para poder navegar por esta vida guiados por El hacia nuestra meta definitiva.
También se ha comparado el Espíritu Santo con el fuego. Porque, en efecto, el Espíritu Santo también se manifiesta así: como fuego, como calor abrasador, como calor en el pecho ... El fuego que ardía en el corazón de los peregrinos de Emaús, mientras oían hablar a Jesús resucitado era el Espíritu Santo: “¿No sentíamos arder nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” se dijeron los discípulos de Emaús en cuanto Jesús se les desapareció (Lc. 24, 32).
Vemos en la Primera Lectura que el Espíritu Santo se presentó como una ráfaga fuerte de viento y descendió en forma de lenguas de fuego a los discípulos reunidos en torno a la Santísima Virgen el día de Pentecostés (Hech. 2, 1-11).
El Espíritu Santo nos asiste a cada uno de nosotros en nuestro peregrinar a la meta a que hemos sido llamados: el Cielo prometido a aquéllos que cumplan la Voluntad de Dios. Al Espíritu Santo se le atribuyen muchas funciones para con nosotros los hombres, siendo tal vez la principal, la de nuestra santificación. Es El quien, con sus suaves inspiraciones, nos va sugiriendo cómo transitar por el camino de la santidad.
El Espíritu Santo es el Espíritu de la Verdad. Así nos dijo Jesucristo: “Tengo muchas cosas más que decirles, pero ustedes no pueden entenderlas ahora. Pero cuando venga El, el Espíritu de la Verdad, el los llevará a la verdad plena ... El les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que Yo les he dicho” (Jn. 16, 12 y 14, 26).
Así que el Espíritu Santo es Quien nos lleva a conocer y a vivir todo lo que Cristo nos ha dicho; es decir, nos lleva a conocer y a aceptar el Mensaje de Cristo en su totalidad: nos lleva a la Verdad plena.
Es tan importante la acción del Espíritu Santo en nuestra vida que, nos dice San Pablo en la Segunda Lectura (1ª Cor. 12, 3-7.12-13) que ni siquiera podemos reconocer a Jesús como Dios, si no nos lo inspira el Espíritu Santo. “nadie puede llamar a Jesús ‘Señor’ si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. En esto consiste el don de la Fe. Es un regalo de Dios, del Espíritu de Dios.
También sabemos por esta lectura y por la experiencia cristiana que el Espíritu Santo nos capacita para cumplir la tarea de evangelización que, como bautizados, todos tenemos que realizar.
Y es el Espíritu Santo el que hace comunidad entre nosotros, seamos quienes seamos, vengamos de donde vengamos. El Espíritu Santo, como el viento “sopla donde quiere”, le dijo Jesús a Nicodemo (Jn. 3, 8). Como dice San Pablo en la Segunda Lectura: no importa la raza, ni la condición (“judíos o no judíos, esclavos o libres”), hemos sido llamados para formar el Cuerpo Místico de Cristo, en el cual cada uno tiene un tipo de función, a la cual Cristo nos ha llamado.
En Pentecostés conmemoramos la Venida del Espíritu Santo a la Iglesia y rogamos porque ese Espíritu de Verdad se derrame en cada uno de nosotros, que formamos parte de la Iglesia. En efecto vemos también en esta Segunda Lectura cómo actúa el Espíritu Santo en la Iglesia. “Hay diferentes actividades, pero Dios, que hace todo en todos, es el mismo. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común”. Y nos da el Espíritu Santo diferentes funciones a cada uno, como los diferentes miembros de un cuerpo tiene cada uno su función, pero todos formamos un mismo cuerpo: el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.
¿Cómo fue esa primera venida del Espíritu Santo?
Recordemos que los Apóstoles habían visto a Jesús irse de la Tierra, cuando ascendió al Cielo, y sabían que ya El no estaba con ellos como antes. Cierto que en los cuarenta días que transcurrieron entre su Resurrección y su Ascensión, Jesús Resucitado estuvo apareciéndoseles para fortalecerlos en la fe. Pero después de la Ascensión ellos sabían que debían continuar su camino y cumplir la misión que les había encomendado. Pero ahora sería diferente, pues serían acompañados y conducidos por el Espíritu Santo.
Antes de Pentecostés recordemos que los Apóstoles eran temerosos y tímidos, torpes para comprender las Escrituras y las enseñanzas de Jesús.
Pero veamos en la Primera Lectura (Hech. 2, 1-11) y continuando a lo largo del libro de los Hechos de los Apóstoles cómo, luego de recibir el Espíritu Santo en Pentecostés, cambiaron totalmente: se lanzaron a predicar sin ningún temor y llenos de sabiduría divina, se les soltaron las lenguas con un nuevo poder de lenguaje dado por el Espíritu Santo, llamando a todos a la conversión, bautizando a los que acogían el mensaje de Jesucristo Salvador. Forman discípulos y comunidades, asisten a los necesitados ... sufren persecuciones, llegando a la santidad e, inclusive, hasta el martirio.
¿Cómo pudo suceder todo esto? Fue obra del Espíritu Santo. Es decir, el protagonista fue el Espíritu Santo. Pero es importante observar qué hacían los Apóstoles antes de Pentecostés para poder imitarlos y también nosotros recibir el Espíritu Santo: “Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu ... en compañía de María, la Madre de Jesús ... Acudían diariamente al Templo con mucho entusiasmo” (Hech. 1, 12-14 y 2, 46).
El secreto de la acción del Espíritu Santo en nosotros y a través de nosotros está en la oración: oración perseverante, frecuente, con entusiasmo, con la Santísima Virgen María. ¡Ven, Espíritu Santo!
Oración maravillosa para este tiempo de Pentecostés -y para todo momento- es la Secuencia del Espíritu Santo, que forma parte de la Liturgia de este Domingo y con la que hemos invocado al Espíritu Santo:

HIMNO AL ESPIRITU SANTO
(SECUENCIA DE PENTECOSTES)

Ven, Espíritu Divino,manda tu Luz desde el Cielo, Padre amoroso del pobre,don en tus dones espléndido, Luz que penetra las almas,fuente del mayor consuelo.
Ven dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo,tregua en el duro trabajo,brisa en las horas de fuego,gozo que enjuga las lágrimas,y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma, divina luz y enriquécenos,mira el vacío del hombresi Tú le faltas por dentro,mira el poder del pecado,cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,sana el corazón enfermo,lava las manchas e infundecalor de vida en el hielo,doma el espíritu indómito,guía al que tuerce el sendero.
Reparte todos tus dones,según la fe de tus siervos,por tu bondad y tu graciadale al esfuerzo su mérito,salva al que busca salvarsey danos tu gozo eterno.
Amén.

Comentário ao Evangelho do dia feito por São Bruno de Segni

Do Pentecosts judaico ao Pentecostes cristão
O Monte Sinai é o símbolo do Monte Sião. [...] Reparai até que ponto as duas alianças se ecoam uma à outra, com que harmonia a festa de Pentecostes é celebrada em cada uma delas. [...] O Senhor desceu ao Monte Sião no mesmo dia e de maneira muito semelhante a como tinha descido ao Monte Sinai. [...]Escreve Lucas: «Subitamente ressoou, vindo do céu, um som comparável ao de forte rajada de vento, que encheu toda a casa onde se encontravam. Viram então aparecer umas línguas à maneira de fogo, que se iam dividindo, e poisou uma sobre cada um deles» (Act 2, 2-3). [...] Sim, tanto num como noutro monte se ouve um ruído violento e se vê um fogo. No Sinai, foi uma nuvem espessa, no Sião o esplendor de uma luz muito forte. No primeiro caso, tratava-se de «imagem e sombra» (Heb 8, 5), no segundo caso da realidade verdadeira. No passado, ouviu-se o trovão, hoje discernem-se as vozes dos apóstolos. De um lado, o brilho dos relâmpagos; do outro, prodígios por todo o lado. [...] «Moisés mandou sair o povo do acampamento, para ir ao encontro de Deus, e pararam junto do monte» (Ex 19, 17). E, nos Actos dos Apóstolos, lemos que «ao ouvir aquele som poderoso, a multidão reuniu-se e ficou estupefacta» (v. 6). [...] O povo de toda a Jerusalém reuniu-se aos pés da montanha de Sião, ou seja, no lugar onde Sião, a imagem da Santa Igreja, começou a ser edificado, a colocar os seus fundamentos. [...] «Todo o Monte Sinai fumegava, porque o Senhor havia descido sobre ele no meio de chamas», diz o Êxodo (v. 18). [...] Como poderiam deixar de arder aqueles que tinham sido abrasados pelo fogo do Espírito Santo? Assim como o fumo assinala a presença do fogo, assim também, pela segurança dos seus discursos e pela diversidade das línguas que falavam, o fogo do Espírito Santo manifestou a Sua presença no coração dos apóstolos. Felizes os corações que estão cheios deste fogo! Felizes os homens que ardem com este calor! «Todo o monte estremecia violentamente. Os sons da trombeta repercutiam-se cada vez mais» (vv. 18-19). [...] Assim também a voz dos apóstolos e a sua pregação se tornaram cada vez mais fortes, fazendo-se ouvir cada vez mais longe, até que «por toda a terra caminha o seu eco, até aos confins do universo a sua palavra» (Sl 18, 5).

Pentecostes (in: ecclesia.pt)

O tema deste Domingo é, evidentemente, o Espírito Santo. Dom de Deus a todos os crentes, o Espírito dá vida, renova, transforma, constrói comunidade e faz nascer o Homem Novo.O Evangelho apresenta-nos a comunidade cristã, reunida à volta de Jesus ressuscitado. Para João, esta comunidade passa a ser uma comunidade viva, recriada, nova, a partir do dom do Espírito. É o Espírito que permite aos crentes superar o medo e as limitações e dar testemunho no mundo desse amor que Jesus viveu até à últimas consequências.Na primeira leitura, Lucas sugere que o Espírito é a lei nova que orienta a caminhada dos crentes. É ele que cria a nova comunidade do Povo de Deus, que faz com que os homens sejam capazes de ultrapassar as suas diferenças e comunicar, que une numa mesma comunidade de amor, povos de todas as raças e culturas.Na segunda leitura, Paulo avisa que o Espírito é a fonte de onde brota a vida da comunidade cristã. É ele que concede os dons que enriquecem a comunidade e que fomenta a unidade de todos os membros; por isso, esses dons não podem ser usados para benefício pessoal, mas devem ser postos ao serviço de todos.
www.ecclesia.pt

Domingo de Pentecostes (Pe Carlo)

O caminho litúrgico intenso que trilhamos neste Tempo Pascal, nos ajudou a compreender que a Páscoa não é um fato ligado a um momento mas que é um evento, cujas conseqüências se prolongam ao longo da história. Páscoa é uma realidade nova implantada no mundo dos homens e que age a partir de seu interior, modificando relações, perspectivas, valores e, até a própria natureza. A festa de hoje lança uma ponte entre o evento pascal e a vida da comunidade cristã, para que possamos entender melhor o seu significado, sua identidade e função.
Esta festa encerra o tempo de meditação sobre o evento Pascal para dar início à caminhada quotidiana. Passos lentos e imperceptíveis que a comunidade cristã dá na sua peregrinação no mundo dos homens a fim de que possa ser dada a todos a oportunidade de participar do dom que Deus nos ofereceu em Cristo.
Alguns gostam de indicar a festa de hoje como a festa da Igreja, outros do Espírito Santo, outros vêem hoje a festa da “fundação”, do começo da Igreja... Seja o que for, com certeza indica o início da nova, última e definitiva maneira de Cristo operar junto com os homens na história humana. Trata-se de uma belíssima festa, cujo valor pode ser compreendido melhor uma vez depurada de algumas formas espalhafatosas com as quais, às vezes, se pretende mais representar sensações do que transmitir conteúdos de fé. Algumas informações sobre a origem da festa, talvez podem ajudar-nos a sentir a “alegria” que sempre é associada a esta festa. O primeiro passo é o de esquivar-nos o mais possível de representações entusiásticas, que são mais próximas do mundo pagão do que cristão. Desde sempre, de fato, a relação entre os deuses e os homens, foi representada por indivíduos que se apresentavam como invadidos, pelo espírito dos deuses. Estes “sacerdotes”, través de métodos estáticos personificavam o limite entre a divindade e a humanidade. Ritualmente, neles entravam em conflito a dimensão divina e humana; esta, não podendo suportar a presença de algo tão superior como o espírito dos deuses, respondia com gemidos, gritos, gestos estranhos, cortes na própria carne, mudança de voz etc. Manifestações como estas, se encontram também entre as primeiras formas de profetismo em Israel, mas bem cedo são consideradas como manifestações falsas que não indicam a presença do Espírito de Jahvé; veja-se, por exemplo, a diferença entre Elias e os profetas de Baal (1Rs. 18,22.28). É impróprio e não conforme a nossa fé identificar o Espírito com fenômenos como tais.
Pentecostes significa “festa do qüinquagésimo dia”. Sua origem é muito antiga, trata-se de uma festa agrícola atestada desde o tempo em que Israel se tornou um povo sedentário; isto é quase 1200 anos antes de Jesus. Era de um momento de grande alegria que devia ser celebrado de modo tal que ninguém fosse excluído da alegria comum. Estas palavras do Deuteronômio prescrevem que a festa e a alegria sejam proporcionadas a todos: «Alegrar-te-ás perante o Senhor teu Deus, tu, e o teu filho, e a tua filha, e o teu servo, e a tua serva, e o levita que está dentro da tua cidade, e o estrangeiro, e o órfão, e a viúva que estão no meio de ti, no lugar que o Senhor teu Deus, escolher para ali fazer habitar o seu nome» (Dt. 16,11; note-se que a repetição “e”, “e”... é tipicamente manifestação de uma fórmula gravada na memória litúrgica). A alegria comum, logo, era o centro desta festa, era a manifestação exterior de um significado mais profundo que tentaremos descobrir. Esta mesma alegria a encontramos no evento narrado em Atos dos Apóstolos; em ambos os casos, trata-se de uma alegria comunitária, não particular. A festa, logo, não é um sentimentalismo privado mas resultado de algo que envolve a comunidade como uma só coisa; ali há espaço e direito também para os que estão à margem da vida comum: «servo, estrangeiro, órfão, viúva». Como uma só coisa; é assim que Deus via e vê o seu povo, tanto o antigo Israel, libertado do Egito, quanto a sua comunidade cristã, na qual «escolheu ali fazer habitar o seu nome», isto é, o seu Filho.
De onde se originava a alegria tão celebrada? Creio que possamos identificar pelo menos três fatores principais. Fazendo uma transposição temporal, não será difícil para cada um encontrar uma profunda analogia entre a festa em sua origem, e o evento que celebramos hoje.
Quanto ao primeiro elemento: o símbolo principal da festa era representado pelo “primeiro feixe de trigo” da colheita do ano. Este era apresentado a Jahvé como oferta. O feixe de trigo oferecido representava a gratidão pela colheita. Para todo homem da antiguidade o alimento é um dom de Deus, hoje nós esquecemos muito esta dimensão porque na maioria dos casos não temos mais uma relação viva com o nosso alimento, simplesmente o encontramos no supermercado já bem embalado. Para os antigos, considerar e receber o alimento como dom recordava a dimensão de gratuidade na qual a pessoa deve viver a sua existência. Para um hebreu existia um significado a mais: poder colher o próprio trigo, significava não estar mais obrigado a trabalhar como servo dos Egípcios para garantir o direito à sobrevivência. Naquele feixe estava presente o símbolo da liberdade que Deus havia proporcionado gratuitamente ao seu povo.
Com a primeira colheita de trigo cada família fazia um pão que era oferecido a Deus em agradecimento; este pão era dado também aos pobres. Seguindo esta linha, não é difícil descobrir a beleza deste momento. Muitas vezes, em suas parábolas, Jesus indicou o mundo como o “campo de Deus”, no qual Ele, o Senhor, semeia a sua palavra, a qual dará frutos, mesmo que uma parte se perca e outra seja sufocada. Jesus havia semeado a sua palavra e algumas pessoas, com todos os seus limites e erros, haviam permitido que germinasse em suas vidas. Era a primeira colheita de Jesus. Aquele grupo de fiéis era o primeiro feixe de trigo nascido de uma semente que morreu, o primeiro “pão” confeccionado com aquilo que Jesus havia semeado. Assim, analogamente a o que acontece quando celebramos a Eucaristia, o Pai acolheu aquele fruto, da morte do grão de trigo, e, como pelo Espírito ainda hoje modifica o pão em corpo de Cristo, do mesmo modo fez daquele grupo mais do que um grupo de pessoas, fez deles o Corpo de Cristo, para usar a linguagem de São Paulo. O Corpo de Cristo presente no mundo até o fim dos tempos. Nascia a Igreja. Cheia de dificuldades, problemas, pecados, mas cheia de perdão, de força de amar, portadora de um tesouro maior do que ela mesma: o próprio Cristo.
O segundo elemento é ligado ao primeiro. Sendo Israel povo nômade, ele via naquela colheita a realização da promessa feita. Colher uma safra de trigo significava estabilidade, realização de uma promessa como antecipação de uma outra. O hebreu sabia que a promessa de uma “terra” nova oferecida imerecidamente por Jahvé, era o penhor de uma outra promessa que se estenderia a toda a humanidade, às «ilhas mais distantes» (cfr. Sof. 2,11). Era a promessa de uma nova “terra”, um novo “mundo” onde reinaria a paz, a justiça, a fraternidade. Um mundo onde Jahvé é o Senhor, reina. Paralelamente, a comunidade cristã via realizada a promessa do novo mundo, instaurado pela vinda de Jesus e sua Páscoa; uma promessa com sabor de algo definitivo, irrevogável, que superava o tempo e o espaço uma vez que o Senhor ressuscitado apareceu vivo e concretizou a promessa de permanecer «sempre» com eles. Não só, sabiam que um novo “mundo” era de fato possível. E isto o experimentavam olhando no interior da própria comunidade, a qual, desde o início, se caracterizava como comunidade de perdão recíproco. Não podemos desconsiderar, por exemplo, que a presença de Maria na comunidade cristã, ao lado daqueles que abandonaram a si mesmo o Filho Dela, caracteriza a comunidade como comunidade de perdão, de acolhida. Seu olhar, privo de crítica, dizia que de fato um mundo novo estava ali. A leitura do Evangelho de hoje também associa imediatamente o “espírito” dado ao perdão recíproco. É, logo, uma comunidade que se rege sobre princípios novos, porque ao centro dela está a presença de Deus, não as opiniões relativistas, ou restritos critérios de “justo e errado”. Aquela comunidade era o início de um novo “mundo” feito de relações mais humanas.
Quanto ao terceiro, o significado decorre da data de sua celebração no primeiro dia depois de sete semanas. Repetir anualmente o ciclo de sete semanas tinha uma função educativa que relembrava a todo hebreu o grande jubileu previsto pela Lei; jubileu que recorria a cada 50 anos. O jubileu era a festa que, recordando a liberdade, se abria à esperança de que os homens fossem mais équo, justos, conformes com o projeto de Deus. A Lei previa uma série de práticas que serviam para esta finalidade, entre elas a libertação de escravos, redistribuição de terras, perdão de dívidas, etc. (o que de fato raramente ocorreu, embora previsto). Era uma esperança sempre aberta. Todavia, um mundo mais humano só é possível quando o homem vive a comunhão com Deus; é isto que no “sétimo” dia da criação exige o livro de Gênese. A criação como Deus a quer, somente é possível quando os homens são capazes de estabelecer as suas relações recíprocas apontando o olhar para Deus. Do contrário somente haverá conflitos de opiniões, razões e pontos de vista.
Na época de Jesus, tanto nas comunidades de Qumrã, quanto no ensinamento comum do judaísmo que se inspirava no “Livro dos Jubileus”, a Pentecostes era tida como festa que lembrava o instrumento privilegiado –no entender dos hebreus- que Deus havia dado para orientar o olhar do homem em sua direção. Era a Lei, ou melhor, os cinco rolos da Lei como cinqüenta eram os dias decorridos desde a Páscoa judaica. Era a festa da renovada aliança estipulada pela Lei do Sinai.
A comunidade dos discípulos, porém, havia conhecido uma outra “Lei”, não escrita em livros, uma lei que brotava do coração de Jesus quando olhava nos olhos dos necessitados, dos “perdidos”, dos sofredores. Era uma Lei nova não feita de regras mas de compaixão, de esperança dada, de amparo oferecido até às últimas conseqüências. Mas como viver esta nova lei, esta nova aliança baseada “no sangue”, isto é, na vida dada completamente a Deus e aos outros? É muito difícil, a não ser que intervenha algo, uma força maior que a Lei, uma força que nasce do coração, da decisão fundamental de superar a próprio bem-estar, a própria comodidade para se projetar fora de si mesmo. E isto a lei, a regra, a obrigação não têm poder de dar. Existe somente um fator capaz de conduzir infinitamente o homem fora de se mesmo: a consagração plena a Deus. Consagração que é o ato com o qual o todo do homem deseja fundir-se com o todo de Deus e ao qual Deus responde dando um desejo infinito de Infinito: o Seu Espírito.
Sim, o jubileu, o qüinquagésimo ano, como o sétimo dia, todos indicavam a consagração exclusiva a Deus: Ele em primeiro lugar. Pertencer ao Pai fora a força de Jesus, o dom que a comunidade recebeu foi o de sentir o mesmo Espírito que eternamente rege esta relação de pertença entre o Pai e o Filho. É o Espírito que dá a força, é capaz de conduzir cada homem e, neste, a humanidade inteira, para um mundo novo onde as leis servem, sim, mas não se impõem na novidade das relações que o amor gera.
Naquele dia, naquela festa das primícias, da renovada aliança, Deus Pai acolheu a primícia de Jesus; aceitou como oferta agradável aquele feixe de homens assim como aceitava a consagração dos primogênitos de Israel. Acolheu e santificou, envolveu com o mesmo Espírito aquela pequena antecipação de um mundo que inexoravelmente vai para o triunfo do amor. Aquela comunidade de fé, envolvida pelo Espírito foi a resposta do Pai ao amor do Filho. É isto que significa ser e viver o mistério da Igreja.