quarta-feira, 27 de fevereiro de 2008

Domingo IV de Cuaresma (EMILIANA LÖHREL)

Día de los neófitos, día de los grandes escrutinios. Aperirio aurium, "Apertura de los oídos"; así es como se llamaba. El nuevo hombre, que no ha nacido aún del agua del Bautismo y está todavía encerrado en el seno maternal de la Iglesia, empieza a vivir y a moverse. Bajo la mano creadora de Dios se van formando nuevos miembros en el cuerpo del hombre interior; se abren nuevos sentidos. El hombre, en su interior, empieza a ver y oír cosas que antes no vio ni oyó. Huele, gusta y siente, ve y oye lo sobrenatural, el otro mundo, el mundo de Dios.
Es una nueva obra de creación, una reedificación, una perfección de lo edificado al comienzo. Al principio habló Dios y todo fue creado: Ipse dixit et facta sunt (Sal 148, 5) y "el Espíritu de Dios se mecía sobre la superficie de las aguas" (Gn 1, 2). "Díjose entonces Dios: Hagamos al hombre (Gn 1, 26), y le inspiró en el rostro el aliento de vida" (Gn 2, 7).
El Verbo y el Espíritu, la palabra y el aliento de Dios son los que han creado al mundo y formado al hombre. Son, según San Ambrosio -quien cita a San Ireneo- las poderosas manos creadoras del Padre. Su labor edificadora no ha terminado todavía; continúa ante los ojos de la Iglesia y con el concurso de ésta. Ella es ahora la que tiene en su poder esas manos, puesto que forma un mismo cuerpo con el Verbo hecho hombre. Al principio habló Dios y su palabra, el Verbo, creó al hombre. Hoy habla la Iglesia y su palabra, palabra santa de Dios, crea en el hombre al nuevo hombre interior. La palabra de Dios, el Verbo santo, es lo que entrega hoy la Iglesia a los neófitos: los evangelios, el símbolo de la fe, la oración del Señor. Es la segunda gran traditio ((Véase el miércoles de la 3ª semana de Cuaresma). El oído interior del corazón es tocado por el trueno de esta palabra de Dios y Dios comienza a habitar en los nuevos fieles.
Estos quedan convertidos en un "cielo", en una habitación de Dios. El aliento de su proximidad, el Espíritu de su boca, precediendo a Aquel que viene, expulsa del corazón, en virtud de los exorcismos, a todos los anteriores habitantes, los demonios, para que pueda convertirse en un cielo. "Por la palabra del Señor se asentaron los cielos y por el Espíritu de su boca toda su fuerza" (Sal 32, 6).
Esta era la gran lección de la Liturgia de hoy para los neófitos de la antigua Iglesia: los exorcismos y la entrega de la palabra de Dios. Era el comienzo de la nueva creación, el principio para ellos de una nueva vida, que iba a nacer plenamente por el Bautismo. Aún hoy la Misa del día refleja esta nueva creación y la felicidad de los que van a renacer en las manos creadoras de Dios. Tanto en la primera lección como en el introito tomado de ella, oímos la potente voz de Dios, anunciando su voluntad creadora. Suena como una respuesta a la lección de ayer, a las presiones insistentes de Moisés, a la fuerte llamada que la sangre de Cristo eleva en favor de su pueblo. "Sí, quiero", da Dios por respuesta. Y vemos cómo su brazo extendido con todo poder, su brazo creador y su poderosa mano reúnen en torno suyo a todo su pueblo que se hallaba esparcido por todos los confines de la tierra y es su mano la que le regenera, bautiza y transforma en un pueblo nuevo: en la Iglesia de Dios. (...) Aquí se nos presenta la experiencia personal e individual de cada neófito elevada al orden general de manera grandiosa y sorprendente. Lo ocurrido allí a unos pocos catecúmenos mediante palabras y ritos simplicísimos adquiere una importancia trascendental. Es la realización de la idea creadora, más poderosa y al mismo tiempo más amorosa de Dios: la creación de la Iglesia. Resulta conmovedor ver cómo la Iglesia no cesa de considerar la maravilla de su propia existencia y contemplar cómo, al encontrarse ante una de las mayores manifestaciones de Dios, cae de rodillas llena de asombro y no deja pasar oportunidad alguna de comunicar las grandes cosas que ha obrado en ella el Señor. Es el pueblo de Dios, según quiere manifestarnos la lección de hoy. Es el pueblo de Dios y Dios es de tal modo Señor de este pueblo que habita como principio interior de vida, como aliento de vida, en cada miembro individual de este cuerpo injertándolo en el todo y comunicándole movimiento, de suerte que, como corazón de este pueblo, anima con su vida divina a todos sus miembros.
Como pueblo de Dios, la Iglesia es su cuerpo y El, como Señor de este pueblo, es la vida de su cuerpo. A lo grandioso de esta visión de sí misma que tiene la Iglesia corresponde la gozosa alabanza del segundo gradual: "Dichoso el pueblo que tiene al Señor por su Dios; el pueblo a quien escogió el Señor en herencia para sí" (Sal 32, 12; segundo gradual). Es ésta la verdadera actitud, básica y fundamental en toda oración litúrgica; reconocimiento asombrado y alabanza consciente de la maravilla de Dios en nosotros, que es la Iglesia, criatura suya. Somos el cielo de su gloria, que Dios se ha creado en la tierra. La luz de su santidad es en nosotros el honor de su nombre "ante los pueblos" y nuestra "humilde glorificación" (Himno de vísperas del sábado).
La gran aspiración de la Iglesia en estos días es que se abran los ojos interiores de los neófitos a esta maravilla de la nueva creación de Dios. Así nos lo dan hoy a conocer los textos de la misa. "Venid, hijos, escuchadme y os enseñaré el temor del Señor.
Llegaos y seréis iluminados" (Sal 33, 12, 6; primer gradual), dice a sus nuevos fieles. El hombre nuevo comienza a ser realidad en su interior. Son seres en pleno conocimiento. El versículo del salmo del gradual nos brinda de ello una viva imagen. La vemos ante nosotros tan amable como potentes eran las del introito y de la lección de Ezequiel: la Madre Iglesia, rodeada de los pequeños, de los nuevos seres infantiles. En medio se sienta ella y les enseña el "temor de Dios", esto es: les enseña a asombrarse, a admirarse de la nueva creación mística en que ahora nacen, a temer ante las grandes obras de Dios y ante la gloria de Dios en su Iglesia.
Así como una madre indica y señala a sus tiernos hijos las cosas de la creación visible -el cielo, la tierra, el mar, las estrellas, los árboles, las flores, las nubes del cielo, los manantiales de la tierra, los pájaros, todos los animales y los hombres- así comienza hoy la Iglesia a enseñar a sus hijos los catecúmenos, las maravillas del mundo de la gracia, la belleza de esa tierra mística e invisible que es ella misma. "Llegaos a El y seréis iluminados". Ha de haber en ellos claridad. Ha de formarse en ellos su ojo interior, el órgano con que podrán ver exclusivamente lo celestial y divino. Han de ser la luz divina que inflama el mundo interior del hombre que está unido a Dios. Han de ver y "gustar cuán bueno es Yahvé" (Sal 33, 9).
BAU/ILUMINACION: Antiguamente al Bautismo se le llamaba "iluminación". A esta iluminación, a este encenderse el interior del hombre, es a lo que se refiere el primer gradual y a lo que alude, sobre todo, el pasaje evangélico de la Misa de hoy: la curación del ciego de nacimiento. Los Santos Padres ven en esto un paralelo, más aún, la continuación de la creación de Adán (Véase, por ejemplo, S.Ireneo: Adversus Haereses, V, 15, 2).
CREACION/RECREACION: Al principio, dice el Génesis, formó Dios un cuerpo de barro y le infundió el aliento de vida. Y ahora, en la plenitud de los tiempos, viene el Verbo hecho hombre, la mano derecha del Padre y Creador, para sanar al hombre ciego desde su nacimiento por las tinieblas de Satanás. Y para que no quede lugar a duda de que esto no es sino una continuación de la obra del comienzo, de que Adán siempre, y también en este preciso momento, se encuentra entre las manos creadoras de Dios, cogió también entonces Jesús "lodo de la tierra", formó con él barro y lo extendió sobre los ojos del ciego de nacimiento. Con su saliva, el Dios hecho hombre humedeció la tierra. Lo celestial y lo terreno, la materia de la tierra y la vida de Dios, han de unirse para crear al hombre y para volver a engendrarlo de nuevo.
Pero el instrumento material que representa propiamente la nueva creación, la limpieza de lo viejo, de la ancianidad del pecado, la salud de la ceguera del pecado, es el agua, imagen del Bautismo. Una y otra vez sale a nuestro encuentro, en la liturgia de Cuaresma. "Ve, lávate", dice Jesús, lo mismo que dijo el profeta a Naamán y lo mismo que hoy nos dice otro profeta: "Lavaos, purificaos" (Is 1, 16; segunda lección). El agua quita la enfermedad -lepra y ceguera- de los hombres. El nombre de la piscina indica el carácter místico de esta agua. Se llama missus, "el enviado". Cristo, el Mesías, el enviado del Padre, El mismo es la piscina, como también El, agua de vida, llena los pozos de su Iglesia; su sangre derramada en la cruz es el baño de la salud con que se curan los hombres enfermos y ciegos por el pecado.
La muerte de Cristo es la que nos mereció el Bautismo para remisión de los pecados y para iluminación del corazón. Nos proporciona salud y luz, limpieza de los pecados y fe, "fui, me lavé y vi, y creí en Dios" (Jn 9, 11; comunión), dice, lleno de júbilo, el que estaba ciego por causa del pecado de Adán y que ahora está sanado; lo dicen también jubilosos los neófitos y lo repetimos nosotros todos, bautizados, sanados e iluminados, en la comunión de la misa de hoy.
Un maravilloso cántico de comunión. La Iglesia no podía expresarlo de manera más natural y espontánea, no podía decir mejor su gran fe en la presencia de la obra redentora y de la nueva creación que tiene lugar en cada solemnidad litúrgica. Lo que para los neófitos de aquellos tiempos eran tan sólo promesa, se hace en los fieles, en nosotros, una inmediata realidad, gracias a la presencia mística del sacrificio y al banquete eucarístico; se convierten éstos en un nuevo Bautismo, una nueva iluminación.
Cristo está aquí. En su mano tiene el lodo que proporciona la salud; su santa carne, su cuerpo humano y terreno. Y la misteriosa piscina de Siloé está representada por el cáliz con el agua y sangre preciosísimas que brotaron del costado del Crucificado. Todo está dispuesto para la salvación, para la iluminación. Y he aquí que también nosotros, los ciegos de nacimiento, estamos presentes. Pero ¡con qué facilidad el pecado vuelve de nuevo a enturbiar nuestra vista! Los enigmas de la vida, la confusión de los acontecimientos mundiales, las angustias y contratiempos de nuestra propia existencia nos acongojan. Vemos el poder de las tinieblas y la debilidad de los buenos, y no lo acabamos de comprender. Es que no penetramos hasta el fundamento de la historia, que es donde actúan las manos creadoras del amor divino.
Así, nos llegamos a la santa solemnidad litúrgica, llevamos nuestra ceguera humana, a veces también pecadora, al altar del sacrificio; a las manos del Salvador, a la piscina de Siloé. Y ¿qué ocurre? Lavi et vidi et credidi Deo: "Me lavé, vi y creí en Dios". Púseme a pensar para poder entender. Pero me resulta ciertamente cosa ardua, hasta que haya penetrado en el santuario de Dios (Sal 72, 16-17). Este penetrar en el santuario es la iluminación. Muy clara y transparente resulta la imagen del mundo para los ojos renovados. Aquello que tiene lugar bajo la superficie de lo visible y accidental, se hace visible; la eterna obra creadora, la nueva creación de la Iglesia. Y, ahora que tenemos una visión tan profunda, nuestros pasos, que han dejado de ser guiados por ojos ciegos, no pueden vacilar ya por el camino de Dios aun cuando, aparentemente, triunfe Satanás.
Estamos ya en seguridad; en verdad, poseemos ya la vida. Por eso: "Bendecid, naciones, al Señor Dios nuestro, y haced que se oiga la voz de su alabanza -que profiere su boca-: El es quien dio vida a mi alma y no permitió fluctuaran mis pies. Bendito sea el Señor, que no desechó mi ruego y no ha apartado su misericordia de mí" (Sal 65, 8-9, 20; ofertorio).
EMILIANA LÖHREL AÑO DEL SEÑOREL MISTERIO DE CRISTO EN EL AÑO LITURGICO IEDIC.GUADARRAMA MADRID 1962.Pág. 381 ss

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