sexta-feira, 29 de maio de 2009

DOMINGO DE PENTECOSTES

El nombre “Pentecostés” indica los cincuenta días que separan la Venida del Espíritu Santo de la Resurrección del Señor. En esta fiesta celebramos la venida del Espíritu Santo a los Apóstoles.
Pentecostés marca el comienzo de la actividad apostólica en la Iglesia, porque fue justamente al recibir al Espíritu Santo que los Apóstoles comenzaron a cumplir el mandato de Jesús antes de su Ascensión al Cielo: predicar su mensaje de salvación a todos (cfr. Mt. 28, 19-20).
Algo parecido a ese mandato leemos en el Evangelio de hoy, el cual nos narra una de las apariciones de Jesús resucitado a los Apóstoles (Jn. 20, 19-23): “‘Como el Padre me ha enviado, así también los envío Yo’. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo’”.
Pero ... pensemos ... ¿Quién es el Espíritu Santo? El Espíritu Santo es nada menos que el Espíritu de Dios; es decir, el Espíritu de Jesús y el Espíritu del Padre. El es la presencia de Dios en medio de nosotros los hombres. El Espíritu Santo es el cumplimiento de esta promesa de Jesús: “Mirad que estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20).
Se ha comparado el Espíritu Santo con la brisa y con el fuego. Porque, en efecto, El es como una suave brisa que, como nos dice el Señor “sopla donde quiere” (Jn. 3, 8). Ahora bien, si el Espíritu Santo es la brisa, nosotros debemos ser como las velas de una barca, siempre en posición de ser movidos por esa brisa; es decir, debemos ser perceptivos a las inspiraciones del Espíritu Santo y dóciles a éstas, para poder navegar por esta vida guiados por El hacia nuestra meta definitiva.
También se ha comparado el Espíritu Santo con el fuego. Porque, en efecto, el Espíritu Santo también se manifiesta así: como fuego, como calor abrasador, como calor en el pecho ... El fuego que ardía en el corazón de los peregrinos de Emaús, mientras oían hablar a Jesús resucitado era el Espíritu Santo: “¿No sentíamos arder nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” se dijeron los discípulos de Emaús en cuanto Jesús se les desapareció (Lc. 24, 32).
Vemos en la Primera Lectura que el Espíritu Santo se presentó como una ráfaga fuerte de viento y descendió en forma de lenguas de fuego a los discípulos reunidos en torno a la Santísima Virgen el día de Pentecostés (Hech. 2, 1-11).
El Espíritu Santo nos asiste a cada uno de nosotros en nuestro peregrinar a la meta a que hemos sido llamados: el Cielo prometido a aquéllos que cumplan la Voluntad de Dios. Al Espíritu Santo se le atribuyen muchas funciones para con nosotros los hombres, siendo tal vez la principal, la de nuestra santificación. Es El quien, con sus suaves inspiraciones, nos va sugiriendo cómo transitar por el camino de la santidad.
El Espíritu Santo es el Espíritu de la Verdad. Así nos dijo Jesucristo: “Tengo muchas cosas más que decirles, pero ustedes no pueden entenderlas ahora. Pero cuando venga El, el Espíritu de la Verdad, el los llevará a la verdad plena ... El les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que Yo les he dicho” (Jn. 16, 12 y 14, 26).
Así que el Espíritu Santo es Quien nos lleva a conocer y a vivir todo lo que Cristo nos ha dicho; es decir, nos lleva a conocer y a aceptar el Mensaje de Cristo en su totalidad: nos lleva a la Verdad plena.
Es tan importante la acción del Espíritu Santo en nuestra vida que, nos dice San Pablo en la Segunda Lectura (1ª Cor. 12, 3-7.12-13) que ni siquiera podemos reconocer a Jesús como Dios, si no nos lo inspira el Espíritu Santo. “nadie puede llamar a Jesús ‘Señor’ si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. En esto consiste el don de la Fe. Es un regalo de Dios, del Espíritu de Dios.
También sabemos por esta lectura y por la experiencia cristiana que el Espíritu Santo nos capacita para cumplir la tarea de evangelización que, como bautizados, todos tenemos que realizar.
Y es el Espíritu Santo el que hace comunidad entre nosotros, seamos quienes seamos, vengamos de donde vengamos. El Espíritu Santo, como el viento “sopla donde quiere”, le dijo Jesús a Nicodemo (Jn. 3, 8). Como dice San Pablo en la Segunda Lectura: no importa la raza, ni la condición (“judíos o no judíos, esclavos o libres”), hemos sido llamados para formar el Cuerpo Místico de Cristo, en el cual cada uno tiene un tipo de función, a la cual Cristo nos ha llamado.
En Pentecostés conmemoramos la Venida del Espíritu Santo a la Iglesia y rogamos porque ese Espíritu de Verdad se derrame en cada uno de nosotros, que formamos parte de la Iglesia. En efecto vemos también en esta Segunda Lectura cómo actúa el Espíritu Santo en la Iglesia. “Hay diferentes actividades, pero Dios, que hace todo en todos, es el mismo. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común”. Y nos da el Espíritu Santo diferentes funciones a cada uno, como los diferentes miembros de un cuerpo tiene cada uno su función, pero todos formamos un mismo cuerpo: el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.
¿Cómo fue esa primera venida del Espíritu Santo?
Recordemos que los Apóstoles habían visto a Jesús irse de la Tierra, cuando ascendió al Cielo, y sabían que ya El no estaba con ellos como antes. Cierto que en los cuarenta días que transcurrieron entre su Resurrección y su Ascensión, Jesús Resucitado estuvo apareciéndoseles para fortalecerlos en la fe. Pero después de la Ascensión ellos sabían que debían continuar su camino y cumplir la misión que les había encomendado. Pero ahora sería diferente, pues serían acompañados y conducidos por el Espíritu Santo.
Antes de Pentecostés recordemos que los Apóstoles eran temerosos y tímidos, torpes para comprender las Escrituras y las enseñanzas de Jesús.
Pero veamos en la Primera Lectura (Hech. 2, 1-11) y continuando a lo largo del libro de los Hechos de los Apóstoles cómo, luego de recibir el Espíritu Santo en Pentecostés, cambiaron totalmente: se lanzaron a predicar sin ningún temor y llenos de sabiduría divina, se les soltaron las lenguas con un nuevo poder de lenguaje dado por el Espíritu Santo, llamando a todos a la conversión, bautizando a los que acogían el mensaje de Jesucristo Salvador. Forman discípulos y comunidades, asisten a los necesitados ... sufren persecuciones, llegando a la santidad e, inclusive, hasta el martirio.
¿Cómo pudo suceder todo esto? Fue obra del Espíritu Santo. Es decir, el protagonista fue el Espíritu Santo. Pero es importante observar qué hacían los Apóstoles antes de Pentecostés para poder imitarlos y también nosotros recibir el Espíritu Santo: “Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu ... en compañía de María, la Madre de Jesús ... Acudían diariamente al Templo con mucho entusiasmo” (Hech. 1, 12-14 y 2, 46).
El secreto de la acción del Espíritu Santo en nosotros y a través de nosotros está en la oración: oración perseverante, frecuente, con entusiasmo, con la Santísima Virgen María. ¡Ven, Espíritu Santo!
Oración maravillosa para este tiempo de Pentecostés -y para todo momento- es la Secuencia del Espíritu Santo, que forma parte de la Liturgia de este Domingo y con la que hemos invocado al Espíritu Santo:

HIMNO AL ESPIRITU SANTO
(SECUENCIA DE PENTECOSTES)

Ven, Espíritu Divino,manda tu Luz desde el Cielo, Padre amoroso del pobre,don en tus dones espléndido, Luz que penetra las almas,fuente del mayor consuelo.
Ven dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo,tregua en el duro trabajo,brisa en las horas de fuego,gozo que enjuga las lágrimas,y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma, divina luz y enriquécenos,mira el vacío del hombresi Tú le faltas por dentro,mira el poder del pecado,cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,sana el corazón enfermo,lava las manchas e infundecalor de vida en el hielo,doma el espíritu indómito,guía al que tuerce el sendero.
Reparte todos tus dones,según la fe de tus siervos,por tu bondad y tu graciadale al esfuerzo su mérito,salva al que busca salvarsey danos tu gozo eterno.
Amén.

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