terça-feira, 15 de maio de 2007

Estamos celebrando la Fiesta de la Ascensión

Estamos celebrando la Fiesta de la Ascensión de Jesucristo nuestro Señor al Cielo. Y esta Fiesta nos provoca sentimientos de alegría, pues el Señor asciende para reinar desde el Cielo (¡El es el Rey del Universo!). Pero también evoca sentimientos de nostalgia, pues Jesucristo se va ya de la tierra.
Recordemos que Jesucristo había resucitado después de su muerte, una muerte que fue ¡tan traumática! -traumática para El por los sufrimientos intensísimos a que fue sometido- ... y traumática también para sus seguidores, para sus Apóstoles y discípulos, que quedaron estupefactos ante lo sucedido el Viernes Santo...
Luego viene para ellos la sorpresa de la Resurrección. Al principio no creyeron lo que les dijeron las mujeres, luego el mismo Señor Resucitado se les apareció en cuerpo glorioso, y entonces recordaron y creyeron lo que El les había anunciado. Pero fíjense: la verdad es que los Apóstoles no entendían bien a Jesús cuando les anunciaba todo lo que iba a suceder: lo de su muerte, su posterior resurrección y luego también lo de su Ascensión al Cielo.
De muchas maneras les anunció el Señor lo que hoy celebramos: su Ascensión. Y en esos anuncios se notaban en Jesús sentimientos de nostalgia por dejar a sus Apóstoles. Fijémonos como les habló sobre esto durante la Ultima Cena: “He deseado muchísimo celebrar esta Pascua con vosotros ... porque ya no la volveré a celebrar hasta ...” (Lc. 22, 15-16). “Me voy y esta palabra los llena de tristeza”. (Jn. 16, 6)
Y en cada uno de los anuncios de su partida, Jesús trataba de consolarlos: “Ahora me toca irme al Padre ... pero si me piden algo en mi nombre, yo lo haré”. (Jn. 14, 12-13)
Inclusive, trató de convencerlos acerca de la conveniencia de su vuelta al Padre: “En verdad, les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no podrá venir a ustedes el Consolador. Pero si me voy, se lo enviaré ... les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn. 16, 7 y14, 26)
Después de su Resurrección, el Señor pasa unos cuarenta días apareciéndose en la tierra a sus discípulos, a sus Apóstoles, a su Madre, para fortalecerles la Fe.
Es lo que nos refiere la Primera Lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles: “Se les apareció después de la pasión, les dio numerosas pruebas de que estaba vivo y durante cuarenta días se dejó ver por ellos y les habló del Reino de Dios. Un día, les mandó: ‘No se alejen de Jerusalén. Aguarden aquí a que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que ya les he hablado ... Dentro de pocos días serán bautizados con el Espíritu Santo’” (Hch. 1, 3-5).
La promesa del Padre era el Espíritu Santo, el Consolador, que vendría unos días después en Pentecostés.
Y luego de esos cuarenta días, llegó el momento de su partida. Entonces, los llevó a un sitio fuera y luego de darles las últimas instrucciones y bendecirlos, se fue elevando al Cielo a la vista de todos los presentes.
Si la Transfiguración del Señor en el Monte Tabor ante Pedro, Santiago y Juan fue algo tan impresionante, ¡cómo sería la Ascensión! Todos los presentes quedaron impresionados de la despedida del Señor, que fue ciertamente triste para ellos, pero también de alegría, pues el Señor subía glorioso para sentarse a la derecha del Padre ... Y Jesús subía y subía, refulgente, El que es el Sol de Justicia ... hasta que fue ocultado por una nube.
El impacto de este misterio fue tal, que aún después de haber desaparecido Jesús, los Apóstoles y discípulos seguían mirando fijamente al Cielo.
Fue, entonces, cuando dos Angeles interrumpieron ese éxtasis colectivo de amor, de nostalgia, de admiración al Señor, cuyo cuerpo radiantísimo había ascendido al Cielo, y les dijeron los dos Angeles al unísono:
“¿Qué hacen ahí mirando al cielo? Ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al Cielo, volverá como lo han visto alejarse” (Hech. 1,11).
Como enseñanza de la Ascensión es importante recordar ese anuncio profético de los Angeles sobre la Segunda Venida de Jesucristo.
Fijémonos bien: Nos dicen los Angeles que Cristo volverá de igual manera como se fue; es decir, en gloria y desde el Cielo. Jesucristo vendrá en ese momento como Juez a establecer su reinado definitivo.
Así lo reconocemos cada vez que rezamos el Credo: de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin.
El misterio de la Ascensión de Jesucristo es, también, un misterio de fe y esperanza en la vida eterna. La misma forma física en que se despidió el Señor -subiendo al Cielo- nos muestra nuestra meta, ese lugar donde El está, al que hemos sido invitados todos, para estar con El.
Ya nos lo había dicho al anunciar su partida: “En la Casa de mi Padre hay muchas mansiones, y voy allá a prepararles un lugar ... Volveré y los llevaré junto a mí, para que donde yo estoy, estén también ustedes” (Jn. 14,2-3).
Que la Ascensión de Jesucristo al Cielo en cuerpo y alma gloriosos nos despierte el anhelo de ir al Cielo, nos despierte la esperanza de nuestra futura inmortalidad, en cuerpo y alma gloriosos. Que nos asegure en la fe en nuestra resurrección para no dejarnos engañar por esa patraña, esa esperanza falsa, que es la tal re-encarnación.
Recordemos que nuestra esperanza está en resucitar en cuerpo y alma gloriosos como El, para disfrutar con El y en El de una felicidad completa, perfecta y para siempre.
La Ascensión de Jesucristo nos recuerda también la promesa que hizo a los Apóstoles -y nos la hace a nosotros también- sobre la venida del Espíritu Santo.
Es el Espíritu Santo -el Espíritu de Dios- quien nos enseña y quien recuerda todo lo que Cristo nos dijo. Su venida la celebraremos el próximo Domingo.
Por eso, este tiempo previo a Pentecostés debiera ser un tiempo de oración, como lo tuvieron los Apóstoles después de la Ascensión. Ellos se reunían diariamente a orar con la Madre de Jesús, quien los consolaba y los animaba para cumplir la misión que el Señor les había encomendado.
Así estamos nosotros hoy también. Tenemos una misión que nos han encomendado Jesucristo, el Papa, nuestros Obispos.
En su Carta Apostólica, Nuovo Millennio Ineunte (Al comienzo del nuevo milenio), el Papa Juan Pablo II nos pidió reforzar e intensificar la Nueva Evangelización y nos dio sus instrucciones: santidad, oración, primacía de la gracia, vida sacramental, escucha de la Palabra de Dios, para luego anunciar la Palabra de Dios.
Y tengamos en cuenta, además, lo que llama el Papa en su Carta “la primacía de la gracia”. Se refiere a nuestra respuesta a la gracia, recordándonos que “sin Cristo, nada podemos hacer”.
Y para poder vivir esa verdad tan olvidada, de que nada somos sin la gracia de Cristo, el Papa nos insiste en la necesidad de la oración.
Nadie puede dar lo que no tiene. Tenemos que llenarnos de Dios para llevarlo a los demás. Tenemos que llenarnos de la Palabra de Dios, para poder anunciarla a los demás. Bien decía Santa Teresa de Jesús: “Orar es llenarse de Dios para darlo a los demás”.
Y no tengamos la idea equivocada de que la oración nos hace perder tiempo necesario para la acción: muy por el contrario, la oración nos hace mucho más eficientes en la acción.
Tampoco debemos temer que la oración nos encierre dentro de nosotros mismos. Es también lo contrario: la verdadera oración, lejos de replegarnos sobre nosotros mismos, más bien nos impulsa a la acción. Pero sucede que, desde la oración, nuestra acción será verdaderamente guiada por el Espíritu Santo. Así estamos dando a Cristo y a su gracia la primacía que nos pide el Papa.
Que la Ascensión del Señor nos despierte, entonces, el deseo de responder a su llamado a evangelizar que nos hizo precisamente justo antes de subir al Cielo.
Los Apóstoles, discípulos y primeros cristianos realizaron la Primera Evangelización. Nosotros, los cristianos de este tercer milenio, estamos llamados a realizar la Nueva Evangelización.
Que el Espíritu Santo que esperamos nos renueve interiormente en su próxima Fiesta de Pentecostés para cumplir el mandato de Cristo y el llamado del Papa. Que así sea.

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