quarta-feira, 20 de fevereiro de 2008

3° Domingo de Cuaresma (EMILIANA LÖHREL)

Como "agua de vida" otorga al hombre la "salvación". Tal es, en pocas palabras, el contenido de la misa de hoy. Dos imágenes: la roca que mana agua en el desierto (/Nm/20/06-13; epístola) y la mujer junto al pozo. El agua brota del seno de la tierra en ambas: de la dureza de la roca, en el desierto, y de lo profundo del pozo. La fe en Dios abre la roca y del agua del pozo nace la fe en Cristo. El agua de la roca se escabulle por el desierto del alma de un pueblo incrédulo, mientras que el agua del pozo origina la fe en el alma de una mujer. En el desierto, la piedra era, según el Apóstol, Cristo; acompañó a este pueblo, cuyo corazón era un verdadero desierto, siendo totalmente ignorado, y le dispensó su agua. Más tarde, en la plenitud de los tiempos, vino Cristo en forma humana y reposó junto al pozo.
Entendamos bien la imagen: Jesús reposa junto al pozo, no que Él sea el pozo. En el desierto era la roca y a la vez el agua de la roca. A su alrededor todo era desierto, un pueblo incrédulo.
Ahora ya no es desierto, la tierra es fecunda y la campiña se muestra madura ya para la cosecha. Hay un pozo, y Jesús se llega junto a él, deseando beber sus aguas. ¿Qué es este pozo? ¿De dónde vienen sus aguas? No olvidemos a la mujer que va al pozo. El evangelio cuenta que los discípulos de Jesús se sorprendieron al verle hablar con una mujer... ¡Ahora empezamos a caer en la cuenta! Sólo hay una mujer con la que Cristo quiera hablar, y para esto vino al mundo: su esposa, aquella con quien su Padre le desposó ya en el Paraíso: su Iglesia.
Esta y no otra es la mujer del pozo con quien Cristo quiso hablar y le pidió agua del pozo. Pero tan pronto como ella comienza a hablar con El, no le pide ya más agua... ¿Qué querrá indicar con esto? ¿Será, acaso, la mujer del pozo y su conversación el agua que Cristo busca? No vayamos a buscar imágenes nuevas y extraordinarias; tenemos los símbolos; pues bien: miremos de comprender lo que la divina sabiduría quiere indicarnos con ellos. En efecto, los antiguos consideraban los manantiales como seres femeninos; existen innumerables mitos y leyendas que hablan de la fuente madre, que escondía en su seno a los que todavía habían de nacer. El pozo, por tanto, es símbolo de lo femenino y maternal. En el relato evangélico, el pozo y la mujer encarnan los símbolos de una misma actividad materna y femenina en el mundo de la gracia; son imágenes de la Iglesia.
Pero vayamos ahora a ver el punto en que la verdad celestial desborda el símbolo terrestre y humano: este pozo no tiene el agua de sí mismo. El agua del pozo no es agua de la tierra, sino agua del cielo; por esto es un "agua vivificante". Según los antiguos, que nada sabían del ciclo que recorren las aguas, existía un agua que tenía su origen en el seno de la tierra; la tierra no la tenía recibida, sino que era cosa propia suya. Era el agua de la tierra, la auténtica "agua viva". En busca de esta agua se cavaba y se perforaba el suelo, y cuando manaba se la recogía en pozos. Tales pozos los cavaron los patriarcas para abrevar a sus ganados. "Nuestro padre Jacob nos dio este pozo; de aquí bebió él, sus hijos y sus rebaños", dijo la mujer a Jesús.
Pero Jesús sabe más que ella: "todo aquel que bebe del agua que yo le daré no va a tener más sed, pues el agua que le daré se convertirá en él en fuente de agua viva que manará hasta la vida eterna".
Queda con esto revelado el misterio: el pozo, no éste visible de Jacob, sino el invisible y místico, no tiene agua de por sí; su agua es celestial, tiene su origen en la vida eterna. Ha bajado del cielo para llenar los pozos de la tierra. Pero no del mismo modo que el agua de la tierra puede llenar una cisterna, no; el agua del cielo está en el pozo como agua viva, como fuente que siempre mana. Es una fuente que no es como las de la tierra, es decir, de carácter femenino, sino que su carácter es masculino: es el mismo Cristo.
Jesús fue al pozo y pidió de beber de él; mas este pozo no tenía el agua vivificante. Dios había hecho de la creación una tierra fecunda; en el mundo, el hombre era el pozo cuya agua viva era la vida divina de la gracia. Tal era el agua vivificante que, subiendo de él, regaba toda la creación dándole eterno frescor.
Pero vino el pecado, y entonces el agua de la vida divina cesó de manar en el pozo de la creación; ésta se tornó un desierto. Dios, empero, ansiaba volver a ver reflejado su rostro en el pozo de la tierra y poder beber agua de él, agua que sería la vida de su vida, el amor de su amor. Vino Cristo y primeramente iba con su pueblo escogido por el desierto como una roca que manaba agua; más el desierto se negó a reverdecer, además de que no había en él pozo alguno que recogiese el agua que manaba de la roca. Más tarde volvió Cristo y clavó el leño de su cruz en el suelo árido del desierto; con sus propias manos cavó un pozo y lo llenó del agua de la roca -esta roca era su costado, abierto por la lanza del soldado, de donde manó el agua-, que era su vida divina. Y así fue como el nuevo pozo de la creación quedó convertido en manantial del que brota la vida eterna.
Este es el misterio del Evangelio de hoy. La mujer ante Cristo, su creador, es la imagen de la creación; ella es un desierto, un pozo cegado, pues es pecadora. Pero Dios la coge y ella se abre al agua del cielo, que bebe con gozo y avidez. Así se torna caudaloso manantial; el pozo vacío queda lleno, y he aquí que ya mana el agua vivificante. Toda la ciudad se apresura a acudir allí y beber: "¡Venid y ved! Un hombre me ha dicho todo cuanto he hecho; ¿no podrá ser el Cristo?". En cambio, sus discípulos se asombraron al verle departir con una mujer; es que aún no conocían el misterio, sus ojos no estaban todavía abiertos, nada sabían aún de esta mujer -la Iglesia-, que es la que les ha de dar a luz a ellos, los discípulos, engendrándolos a la verdadera vida como frutos primerizos del amor de Cristo.
Cristo ha llamado a sus discípulos "hijos de la esposa" (Lc 5, 34), y ellos no se dan cuenta de que ya ha empezado la solemnidad de la boda. En esta mujer no ven la imagen de la esposa; no reconocen el pozo cuya agua ella bebe ni el manantial de aguas vivificantes que ellos mismos tienen que llevar, cual místico torrente divino, con tal ímpetu, por todo el mundo. No saben aún nada de todo esto y no son, por consiguiente, capaces de comprender este acento de entusiasmo de Jesús que ello refleja.
Pues no ven -cosa que ya Jesús descubre- que el desierto florece y se convierte en tierra fecunda y madura para la recolección. Más tarde lo van a comprender, cuando Dios ponga en sus manos la hoz para segar las espigas, cuando ellos mismos anden sembrando la nueva semilla y sea su sangre la que abona la tierra para que dé fruto.
Nosotros, engendrados merced a la sangre de su martirio, comprendemos el misterio de la narración que hoy leemos en la misa. Nos sabemos hijos de ese pozo, renacidos del agua de la vida. Esta imagen se nos hace transparente si la situamos en la realidad que vivimos: Cristo descansa cabe el pozo y habla con su esposa, la Iglesia, acerca de nuestra salvación. Hablan de la "paz de su pueblo" (Sal 84, 9); pues "el tiempo ha llegado" (Sal 101, 14) en que le ha de dar su vida. Próxima está la hora de la boda sangrienta, cuando el esposo va a morir en cruz y de su costado abierto va a manar agua y sangre. El agua mana y llena la pila bautismal; la sangre fluye -bajo el símbolo del vino- y se mezcla con el agua en el místico cáliz del altar. ¡Grandes misterios! El agua y el vino, ambos rebosantes de la vida divina que brota del "corazón de Dios" (Lc 1, 78). La vida, el Pneuma de Dios está en esta agua y esta sangre: "tres son los que dan testimonio sobre la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre, y estos tres son uno solo" (1 Jn 5, 7-8). Esto es lo que Jesús vio, como de antemano, en el pozo de Jacob. La "luz del testimonio" que brilla en la plenitud del misterio le iluminaba, salida del plácido espejo de las aguas del pozo. Esta luz cobró realidad con su muerte; su vida se salió de El con su sangre, y , como agua vivificante, llenó el pozo de la iglesia. Hoy, al escuchar el evangelio del agua de la vida, todo esto se renueva en la presencia mística que nos proporciona siempre la liturgia. Cristo descansa junto al pozo que es su iglesia, y con ella se apresura a ir al encuentro de la Pascua, que va a ser la noche de las nuevas bodas. Oímos el murmullo de la fuente que nos ha dado la vida; esa fuente la tenemos en medio de nosotros; manantial que no cesa de dar la vida de Dios, presente en el pozo del misterio.
Y esperamos la noche de Pascua para poder volver a beber en él el agua de la vida. ¡Como no iba a conmover esto a los neófitos! en aquellos tiempos oían hoy en la celebración litúrgica la palabra vivificante de esta agua y percibían el plácido reflejo de este pozo, del que iban a renacer como hombres nuevos y sanos, hijos de Cristo y de la Iglesia. ¡La antigua imagen de los mitos cobraba realidad! El misterioso pozo maternal se veía rodeado de formas infantiles aguardando la hora de nacer. Sobre ellos velaba el ojo atento de la madre Iglesia, la cual hablaba con Cristo acerca de la salud de sus hijos.
La Iglesia veía a esos seres aún no nacidos a la vida nueva, y nos ve a nosotros, nacidos ya, pero vueltos a envejecer por causa del pecado, áridos como el desierto y cercanos a la muerte. Y ruega entonces: "Obra, Señor, una señal en mi favor, para que mis enemigos la vean y se confundan. ¡Señor, me has ayudado y me has consolado!" (Sal 85, 17; introito). ¡Consuélame, Señor, con el nuevo nacimiento de mis hijos! Dame una señal; da a mi seno una vida nueva y floreciente, para que mis enemigos no se burlen de mí: "Mira, Señor, al rostro de tu Iglesia, y haz que sean en ella muchos los regenerados a la nueva vida" (Consagración de la pila bautismal, el Sábado Santo). "Atiende la voz de mi plegaria, Dios mío y mi Rey; porque, Señor, a Ti me dirijo" (Sal 5, 3-4; ofertorio).
Segura ya de ser atendida, la Iglesia se da al júbilo,; y con ella hemos de alegrarnos también todos nosotros, los regenerados: "Mi corazón ha esperado en Dios, y me he visto socorrido. Mi carne ha vuelto a florecer. Con todo mi corazón alabaré a Dios" (Sal 27, 7; gradual). He aquí, real- mente, un verdadero canto de Bautismo y de Pascua. Todo el resplandor primaveral de la resurrección a una nueva vida se encuentra compendiado en él. Se echa de ver aquí la imagen de un hombre nuevo y sano, un cuerpo puro, como de niño, en el que brillan aún las gotas del baño sagrado; rodeado del verdor de la primavera de la gracia, y llevando en la mano gozosamente las flores de la nueva vida. Así nos lo pinta la inicial miniaturada de un antiguo salterio.
Pero, certeza todavía mayor es la que brota de la comunión. Desde ahora todo se ha hecho ya patente; ¡la promesa del evangelio es ya una realidad! No es preciso a que aguardemos hasta Pascua.
Ahora que nos vamos acercando a los días santos, bebemos ya lo que bebimos el día de nuestro santo Bautismo y beberemos el día de Pascua: bebemos a Cristo vivificante. Brota en nosotros mismos como fuente de agua viva y llena el pozo de la Iglesia, hasta que el día de Pascua rebasará los bordes. Entonces, el espejo de las aguas de la vida divina enviará su brillo a lo lejos, al desierto de este mundo. Y, al igual que al comienzo de la creación, Dios reposará junto a la fuente y beberá. ¡He aquí la vida que da respuesta a su vida, el amor que cambia con el amor el beso de los sagrados esponsales!
EMILIANA LÖHREL AÑO DEL SEÑOREL MISTERIO DE CRISTO EN EL AÑO LITURGICO I EDIC.GUADARRAMA MADRID 1962.Pág. 344 ss.

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