quarta-feira, 5 de março de 2008

5° Domingo da Quaresma ( Emiliana Löhr)

"Y lloró Jesús".
La vida llora por la muerte de sus criaturas.
Dios llora sobre Adán. Llora el amor divino viendo adonde ha ido a dar el camino en el que colocó a Adán en la mañana de la creación. Era el camino de la vida y va hacia la muerte. Es el camino de la libertad; pero de ella abusó el hombre por el pecado. Fue creado libre para cooperar a la obra del Creador y ¿qué ha creado? El pecado, la muerte, el infierno. Y "lloró Jesús" y "estremeciose en su espíritu".
Infremuit... ¡Notable palabra! "Se irritó", traduce Lutero, demasiado textualmente. Pero dice infremuit spiritu. El Espíritu de Dios que reside en El se estremece por la miseria que Satanás y el pecado trajeron al hombre. No es la sola humanidad de Cristo; es la vida divina la que se irrita a la vista de la muerte que destruye su obra; el amor eterno se enoja contra Satanás, que es "homicida desde el principio" (Jn 8, 44), que abrió las puertas de la muerte a la creación.
Jesús se conmueve y se irrita. Está al final de su camino terrestre, inmediatamente antes de la batalla decisiva; llega el momento en que, por su muerte, va a aniquilar a la muerte. A su criatura, que se había extraviado, le ha devuelto la libertad arrancándola a la muerte y la sepultura y conduciéndola a la vida. Dentro de unos días estará allí donde está Lázaro, en un sepulcro. Jesús se conmueve y llora. Su divina irritación y al mismo tiempo su amorosa compasión se excitan, puesto que la Vida todopoderosa no puede permitir que ella ni nada permanezcan en la muerte: "¡Lázaro, sal fuera!" "Yo soy la resurrección y la vida." Jesús mira al verdadero final de su carrera; final en el cual la muerte termina en vida; en El es como va a llegar también a su meta el camino de la criatura extraviada. Los caminos del amor son caminos que siempre han de pasar más allá de la muerte. Y, justamente, este franquear la muerte es lo que constituye su mayor triunfo, su más bella audacia. Y, realmente, ¡osada audacia! La vida, pues, se conmueve hoy cuando, en el frescor de la madrugada, aprecia ya la proximidad del día.
Jesús se conmueve y llora: este Jesús que está ahora aquí presente, cuyo cuerpo es la Iglesia. En este momento, en la hora del sacrificio, una santa irritación despertada por Dios pasa a través del cuerpo de Cristo. Estamos ante la presencia inmediata de la muerte; vemos ante nosotros el fin terrible del camino que recorre el libre albedrío humano: la muerte. Al presenciar la muerte en la Cruz y ante la sepultura de Cristo, el "Cuerpo de Cristo", la Iglesia, se conmueve y llora. Llora sobre la muerte que el pecado obra en el hombre, destinado otrora a gozar de la vida de Dios. Se conmueve y se irrita por las astucias de Satanás, que ha engañado al género humano, conduciéndole a través de este camino de muerte y error. Llora a la vista de la muerte de Cristo, ya que la Vida tuvo que morir para transformar la muerte en vida. Se conmueve y se irrita por los pecados, siempre repetidos de los hombres ya redimidos, pecados que inutilizan la pasión y la muerte de Cristo. Se conmueve y se irrita a la vista de la lucha que, como resultante de todo esto, tiene que sostener una y otra vez el cuerpo de Cristo, lo mismo que la Cabeza y en unión con ella.
Llena de ira santa se junta la Iglesia a su Señor para luchar contra el seductor de sus hijos; no ceja éste de buscar que caigan, y, por medio de astucias y engaños, quiere llevarlos a la muerte y a la sepultura. Todo el tiempo de Cuaresma, ya desde el domingo de Septuagésima, no ha hecho sino recorrer este camino de lucha que la conducirá a la Pascua. Ahora es el momento de penetrar en las últimas profundidades de la lucha; allí es donde ha de tener lugar el paso decisivo que la pondrá ya en plena ascensión otra vez. El cuerpo místico de Cristo tiene que bajar a la muerte y a la sepultura de Cristo, para así poder dar vida a multitud de muertos.
El gran cuerpo de Cristo, la Iglesia, está extendido sobre el cuerpo del muchacho muerto. Se encuentra en el umbral de la cámara mortuoria, allí donde Lázaro -el pecador que huele ya a muerte y descomposición-, está esperando la resurrección. La Iglesia se conmueve. "Señor, ya hiede", dice el cuerpo a la Cabeza. Pero la Cabeza responde: "¿No te he dicho que si creyeres verás la gloria de Dios?". Y cree. Se lanza a la muerte en pro de los muertos. Se entrega a la muerte, año tras año, en el misterio de las solemnidades pascuales, y hoy lo hace en el misterio de esta santa misa, de esta Pascua en pequeño. Se entrega a la muerte; y lo hace hora tras hora, en el sacrificio de su propia voluntad, en la entrega de la obediencia, hoy, mañana, pasado mañana, en este lugar, en aquel otro..., siempre que le llega la hora de dar testimonio, aunque sea entre los instrumentos de martirio de sus enemigos o entre las manos del mismo infierno.
Ante esta hora se estremece el cuerpo de Cristo, la Iglesia. Es la hora de la vida, hora en que un poderoso aliento sale de Dios y vivifica al niño muerto; hora en que Lázaro, desde su sepultura, escuchará la voz de Cristo: "¡Sal fuera!"
EMILIANA LÖHREL AÑO DEL SEÑOREL MISTERIO DE CRISTO EN EL AÑO LITURGICO I EDIC.GUADARRAMA MADRID 1962.Pág. 399 ss.

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