sexta-feira, 4 de abril de 2008

DOMINGO 3 del Tiempo de Pascua - Ciclo "A" -

Hoy, Domingo 3 de Pascua, continúa la Liturgia en tono de júbilo, porque Cristo ha resucitado. El “Aleluya” sigue resonando como un grito de celebración victoriosa, pues Jesús ha vuelto de la muerte a la Vida, para comunicarnos esa Vida a nosotros.
Esta es la tónica de la Primera Lectura (Hch.2, 14.22-23), tomada de los Hechos de los Apóstoles, la cual nos narra el discurso de Pedro el día de Pentecostés. Después de haber recibido el Espíritu Santo, San Pedro irrumpe en palabras que explicaban el triunfo de Jesús sobre la muerte, discurso que estaba lleno de alegría porque Cristo, quien había sido entregado a la muerte en la cruz, había resucitado.
El Salmo 15 es un Salmo del Rey David, que San Pedro recuerda en su discurso, el cual nos llena de esperanza en nuestra propia resurrección. Hemos cantado: “Se me alegra el corazón ... porque Tú no me abandonarás a la muerte”. Y en él le hemos pedimos al Señor que nos enseñe el camino de la vida, para poder ser saciados del gozo de su presencia en alegría perpetua junto a El. Hemos repetido en el Salmo: “Enséñanos, Señor, el camino de la Vida”.
En la Segunda Lectura (1 Pe.1, 17-21), San Pedro nos habla también de camino, de “nuestro peregrinar por la tierra”, pidiéndonos que vivamos en esta vida “siempre con temor filial”. Es decir, siempre con el respeto y el amor que debemos a Dios nuestro Padre, porque hemos sido rescatados, no pagando con algo efímero, como pueden ser el oro y la plata, sino el precio de nuestro rescate ha sido ¡nada menos! que la vida de su Hijo, “la sangre preciosa de Cristo”.
En el Evangelio (Lc. 22, 13-35) vemos el famoso pasaje de un camino, el camino entre Jerusalén y un poblado situado a unos once kilómetros de distancia, llamado Emaús. Por ese camino iban dos discípulos de Jesús, que hacían este recorrido tres días después de los sucesos de la muerte del Señor, precisamente el día en que Cristo había resucitado. Y mientras iban caminando y comentando todo lo que acababa de suceder en Jerusalén, el mismo Jesús Resucitado se les apareció haciéndose pasar por un viajero más que iba caminando en la misma dirección.
Nos dice el Evangelio que los ojos de los discípulos estaban “velados” y no pudieron reconocer a Jesús. (Lc. 24, 13-35). Jesús se hace el desentendido, el que no sabía nada de lo sucedido, y ellos se impresionan: “¿Serás tú el único forastero que no sabe lo que ha sucedido estos días en Jerusalén?”.
Jesús sigue haciéndose el desentendido, con lo que logra que ellos expresen exactamente qué piensan de Jesús: “Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel, y sin embargo, han pasado ya tres días desde que estas cosas sucedieron.”
Luego le contaron que algunas mujeres de su grupo los habían dejado “desconcertados”, pues habían ido esa madrugada al sepulcro y llegaron contando que no habían encontrado el cuerpo y que se les habían aparecido unos ángeles que les habían dicho que Jesús estaba vivo. Le refirieron que también los hombres, los Apóstoles, habían constatado lo del sepulcro vacío, pero añadían incrédulos que a Jesús no lo habían visto.
Varias cosas resaltan en esta primera parte del relato evangélico: ¿Por qué estaban “velados” los ojos de Cleofás y de su compañero, quienes no pudieron reconocer a Jesús Resucitado cuando se les incorporó en el camino hacia Emaús? Más aún, ¿por qué estaban “desconcertados” ante la información dada por las mujeres que fueron al sepulcro?
Realmente se nota en ellos una gran falta de fe. Si Jesús había anunciado a sus discípulos, a sus seguidores que resucitaría al tercer día ¿cómo, entonces, no iban a creer el cuento de las mujeres, si lo que ellas informaron fue justamente lo que El ya había anunciado? ¡Qué incredulidad ante el testimonio de los mismos Apóstoles quienes ratificaron lo del sepulcro vacío!
Fijémonos en el comentario completo: “Algunos de nuestro compañeros fueron al sepulcro y hallaron todo como habían dicho las mujeres, pero a El no lo vieron”. ¡Qué falta de fe! Tenían que ver para creer. Y nuestra fe ... ¿cómo es? ¿Necesita también de pruebas ... o podemos creer sin comprobaciones?
Pero no sólo había falta de fe en estos dos discípulos: había también apego a sus propios criterios. Fijémonos que ellos dicen haber esperado un Mesías diferente a lo que Jesús fue: ellos esperaban un Mesías que fuera “libertador de Israel”. ¿Y qué nos dice este comentario sobre el Mesías? Con esto nos muestran que no aceptaban del todo lo que Jesús había hecho o lo que había dejado de hacer, sino que más bien tenían su propia idea de cómo debían ser las cosas, de cómo debía actuar el Mesías.
Con razón el Señor los reprende duramente: ¡Qué insensatos son ustedes y qué duros de corazón para creer todo lo anunciado por los profetas! ¿No tendría también que reprendernos el Señor así? ¿No podría el Señor tacharnos de “insensatos”, pues también tenemos nuestros propios criterios e ideas, por cierto no muy ajustados a los criterios e ideas de Dios? ¿No podría el Señor tacharnos de “duros de corazón” también, pues somos duros para creer?
Luego de esta fuerte corrección, comienza Jesús a explicarles todos los pasajes de la Escritura que se referían a El.
Y, al sentirse ellos emocionados con estas explicaciones, le piden a Jesús que no siga de camino. “Quédate con nosotros”, le dicen.
Jesús accede y al estar dentro sentado a la mesa, nos dice el Evangelio que “tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se los dio”. Fue en ese momento cuando “se les abrieron los ojos y lo reconocieron”. Al escuchar lo que Jesús les iba diciendo, su corazón se emocionaba e iban entendiendo lo que les explicaba ... Y al recibir a Cristo en la Eucaristía, pudieron reconocerlo y pudieron creer que realmente había resucitado.
¿Qué otra enseñanza podemos sacar del camino a Emaús?
Nosotros debemos escuchar a Jesús. Debemos buscarlo primeramente en su Palabra contenida en la Biblia y en las lecturas de cada domingo. Debemos estar en sintonía con El, para reconocerlo cuando se nos acerque en nuestro camino. Para estar en sintonía con el Señor, debemos buscarlo sobre todo en la oración, pero -además- recibirlo con frecuencia en la Sagrada Eucaristía.
En la Palabra de Dios, en la oración y en la Eucaristía tenemos las gracias necesarias para poder creer sin ver, para desprendernos de nuestros propios criterios y de nuestra propia manera de ver las cosas. Sólo así podremos reconocer al Señor cada vez que nos enseña su Verdad, cada vez que nos muestra sus criterios, cada vez que nos regala con la gracia de su presencia en nosotros y en medio de nosotros. Así tiene sentido pedirle: “Quédate con nosotros”.
En esto consiste nuestro camino a Emaús. En esto consiste ese “camino de la Vida”, que hemos pedido al Señor en el Salmo.

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