quarta-feira, 23 de abril de 2008

DOMINGO 6 del Tiempo de Pascua- Ciclo "A" -

El Evangelio de hoy continúa con el discurso de Jesucristo a sus Apóstoles durante la Ultima Cena. Y en sus palabras el Señor nos indica los requerimientos del Amor de Dios y también la recompensa para aquéllos que cumplan esos requerimientos.
Sabemos que Dios es infinitamente generoso en su Amor hacia nosotros sus creaturas. Pero también es exigente al requerir nuestro amor hacia El. Si no, ¿qué significan estas palabras del Señor? “El que acepta mis mandamientos y los cumple, ése me ama ... El que no me ama, no guarda mis palabras ... Si me aman, cumplirán mis mandamientos.” (Jn. 14, 15-24).
Aquí Jesús nos está mostrando, no solamente las exigencias del Amor de Dios, sino también nos está indicando algo que es esencial en el amor: quien ama complace al ser amado. Y ¿qué es complacer a quien se ama? Es justamente cuidarse de no ofenderle, de no desagradarle; por el contrario, es tratar de hacer en todo momento lo que le cause contento y agrado.
Dios nos ama con un Amor infinito -sin límites-, con un Amor perfecto -sin defectos- ... porque Dios es, no sólo la fuente de todo amor, sino que El es el Amor mismo (cfr. 1 Jn. 4, 8).
Amar a Dios es complacerlo en todo: en hacer su Voluntad, en cumplir sus mandamientos, en guardar sus palabras. “El que acepta mis mandamientos y los cumple, ése me ama ... El que no me ama, no guarda mis palabras”. Amar a Dios es, entonces, amarlo sobre todas las personas y sobre todas las cosas; amarlo a El, primero que nadie y primero que todo ... y amarlo con todo el corazón y con toda el alma.
En este pasaje del Evangelio de San Juan, Jesús nos dice cuál es nuestra recompensa por amar a Dios, como El lo merece y como El lo requiere. Esa recompensa es ¡nada menos! que El mismo: “Al que me ama a Mí, lo amará mi Padre; Yo también lo amaré y me manifestaré a él ... y vendremos a él y haremos nuestra morada en él” (Jn. 14, 21-24).
Pero ... si observamos bien nuestra actualidad: los hombres y mujeres de hoy ponemos nuestra confianza y nuestra admiración en los poderosos, en los artistas, en los modelos de belleza, en las estrellas deportivas, etc. Podríamos decir que nos identificamos con ellos, les damos todo nuestro aprecio -inclusive nuestro amor- llegando a imitar sus maneras de ser, siguiendo sus recomendaciones, etc.
Pero ... pensemos bien ... ¿qué mayor Poder que el de Dios, fuente de todo poder? ¿qué mayor Belleza que la de Dios, fuente de toda belleza? ¿qué mayor Bondad que la de Dios, fuente de todo bien? En fin, ¿quién es más merecedor de nuestro amor, de nuestra confianza, de nuestra admiración, de nuestra voluntad, que Dios?
Los hombres y mujeres de hoy hemos sido absorbidos por las cosas del mundo: poder, dinero, riquezas, placeres, frivolidades, vicios, pecados, conductas erradas, apegos inconvenientes, etc., etc. Unos más, otros menos, todos estamos sumergidos en un mundo muy alejado de los valores eternos, muy desprendido de las cosas de Dios, muy desapegado de lo que realmente es valedero y duradero.
Y corremos el riesgo de no poder recibir esa recompensa que Cristo nos ofrece, que es El mismo. “El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce” (Jn. 14, 16-17). Se refiere al Espíritu Santo -es decir, el Espíritu del Padre y del Hijo- que El nos envía para estar siempre con nosotros, para enseñarnos la Verdad, para recordarnos todo lo que debemos saber.
En efecto, al estar nosotros sumergidos en lo que el Señor llama “mundo”, es decir, todos esos apegos frívolos, vacíos, insignificantes, intrascendentes, negativos, no podemos percibir al Espíritu Santo. Sólo pueden percibirlo aquéllos que aman a Dios, aquéllos que tienen a Dios de primero en sus vidas, aquéllos que buscan hacer la Voluntad de Dios, aquéllos que buscan complacer a Dios en todo. Si no es así, se permanece ciego al Espíritu Santo, no se siente su suave brisa, no se perciben sus gentiles inspiraciones.
En la Primera Lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hech. 8, 5-8, 14-17), vemos la importancia que se daba al comienzo de la Iglesia a que los cristianos recibieran el Espíritu Santo. Fijémonos que Pedro y Juan se trasladan desde Jerusalén a Samaria, para que aquéllos que recientemente habían aceptado la Palabra de Dios, recibieran también el Espíritu Santo.
Vemos que en esta Lectura se nos dice con cierta preocupación que esos nuevos cristianos “solamente habían sido bautizados en nombre del Señor Jesús, pero no habían recibido aún al Espíritu Santo”, comentario que nos hace volver a aquellas palabras de Jesús a Nicodemo: “Quien no renace del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn. 3, 5).
Significa esto que no basta que seamos bautizados y que creamos en la Palabra de Dios. Necesitamos, además, recibir el Espíritu Santo.
El es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. El es el Espíritu del Padre y el Espíritu de Jesús. El es la promesa que Jesús hizo solemnemente a sus Apóstoles antes de morir y antes de partir de este mundo. Veamos, entonces, qué nos dice el Señor hoy.
Nos dice que para recibir al Espíritu Santo, tenemos que creer en Dios y tenemos que cumplir sus Mandamientos; pero, además, tenemos que distanciarnos de las cosas del mundo, pues si permanecemos atados al mundo, nos quedamos ciegos: no podemos ni ver, ni conocer al Espíritu Santo. Así nos dice el Señor: “El mundo no puede recibir el Espíritu Santo, porque no lo ve ni lo conoce. En cambio, ustedes (los que hacen mi Voluntad, los que cumplen mis Mandamientos) sí lo conocen, porque habita entre ustedes y estará en ustedes” (Jn. 14, 15-18).
Por eso, Dios nos sigue interpelando con su Palabra, día a día, semana a semana. Esta semana nos promete el Espíritu Santo y nos llama a amarle a El, indicándonos cómo: cumplan lo que Yo pido, guarden mis Mandamientos, hagan mi Voluntad. Y nos indica también cuál será nuestra recompensa: nada menos que el tenerlo a El mismo y el ser amados por El como sólo El sabe hacerlo: en forma perfecta e infinita.
Mientras busquemos en las cosas de este mundo y en los seres de este mundo lo que nuestro corazón ansía, seguiremos insatisfechos, deseando siempre algo más. Ese “algo más” que siempre nos falta es el amor a Dios, pues sólo en El hallaremos el descanso, la alegría, la paz que ni el mundo, ni las criaturas pueden darnos. Sólo El es la plenitud infinita que nuestro corazón busca y no encuentra, y que sólo hallará cuando lo busque a El.
Sin embargo, nos dice San Pedro en la Segunda Lectura (1 Pe. 3, 15-18) que a veces la conducta cristiana puede traer críticas, pero advierte que “mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal”.

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